martes, 17 de mayo de 2011

Aprendiendo

Ana Arroyo 
Padres Jóvenes, Costa Rica

“A menudo los hijos se nos parecen, 
y así nos dan la primera satisfacción; 
ésos que se menean con nuestros gestos, 
echando mano a cuanto hay a su alrededor. 

Esos locos bajitos que se incorporan 
con los ojos abiertos de par en par, 
sin respeto al horario ni a las costumbres 
y a los que, por su bien, (dicen) que hay que domesticar.

Esos locos bajitos
Joan Manuel Serrat

Nunca voy a olvidar los primeros días que precedieron a la noticia de mi nueva maternidad. Pasaba noches completas dibujando en mi mente múltiples reminiscencias sobre el verdadero significado de la paternidad/maternidad. Muchos autores alrededor del mundo han tratado de descifrar lo que parece un enigma. Gracias a una gran cantidad de profesionales de primer nivel, tenemos lo que personalmente he denominado, una “Cruzada del Siglo 21”, esta vez, olvidando los tesoros santos perdidos y las tierras de los libros sagrados, y procurando encontrar la respuesta a ¿cómo ser mejores padres/madres?
Aún así, en cuanto tuve a mi hijo entre mis brazos, me sentí dichosa, pues encontré lo que no había hallado en ningún libro o consejo anteriormente. Ese Santo Grial que nos viene de inmediato y movido por un motor fuertísimo, se trata del instinto. Al dar a luz a mi hijo, también nació una nueva parte de mí, que me condujo a un camino de perenne aprendizaje.
Aprendí entonces, que el verdadero amor no es egoísta, pues un hijo es una invitación incesante a darse siempre, a todas horas y en todo lugar. Cuando tenemos un hijo, le damos permiso a nuestro corazón para que salga de nuestro cuerpo ¿Qué mayor muestra de generosidad que esta?
Cuando tenía 15 años pude presenciar una de las charlas más significativas de toda mi vida. Tenía a s.S. Dalai Lama frente a mis ojos y él hablaba sobre “Los ocho versos para el entrenamiento de la mente”. El primer verso recita lo siguiente: “Que cuide yo siempre de todos los seres sensibles, con la resolución de llevarlos a alcanzar, el beneficio más alto, que es más valioso que cualquier joya que cumpla los deseos.” En ese momento jamás imagine la trascendencia de esas palabras a mi vida.
Hoy a mis casi 22 años (no mucho después), entiendo que son perfectamente aplicables a mi misión como madre. Sin miedo y con orgullo puedo decir que la meta más relevante que mueve cada segundo de mi existencia es la de convertirme en la mejor madre que pueda llegar a ser.
Fue ahí cuando aprendí que muchas veces nuestros objetivos y planes de vida cambian, pero el cambio siempre es bueno y maravilloso, sólo hay que mantener un equilibrio. En un abrir y cerrar de ojos, cambiar pañales, sonar narices y limpiar restos de comida ya no son parte de una lista de actividades desagradables, sino que adquieren un matiz especial y precioso (Bien profiere Glenn Doman que si queremos tratar con los problemas de nuestros hijos, también debemos de disfrutar sus placeres.). La mayor gratificación a todo eso es sentir dos bracitos estrujando el cuello y escuchar una boquita pequeñita proferir: MAMÁ/PAPÁ.
Aprendí que ser padre/madre no es girar un cheque ni tampoco hacer un depósito bancario. Que la labor de la paternidad/maternidad no tiene precio alguno, y si bien estamos llamados a satisfacer las carencias terrenales de nuestros pequeños, lo más importante es cada día satisfacer su ansia de amor, hasta que ellos estén tan llenos de él, que les sea necesario darlo al mundo.
Aprendí a establecer prioridades. Hay cosas que estarán allí por algún tiempo más y hoy pueden esperar. En el caso de nuestros hijos, el tiempo no perdona, pasa y debemos aprovecharlos y disfrutar con ellos cada instante, porque muy pronto ya estarán tomando el rumbo que les conduce su propio destino. Importa el ahora.
Aprendí a reconocer que el éxito no estaba en donde se encuentran la mayor cantidad de preseas laborales, más vanaglorias para el ego, más satisfacciones superficiales, sino en donde podamos encontrar más instantes de felicidad verdadera, más sonrisas sinceras, algo realmente profundo.
Aprendí que efectivamente la paternidad/maternidad es un sacrificio. Pero no entendido por el concepto tradicional de dolor y sufrimiento, o privación de algo; sino más bien, porque es un SACRO OFICIO (La raíz etimológica de la palabra sacrificio es precisamente esta, oficio sagrado)
Aprendí el verdadero valor de la humildad. Cuando esperamos a un hijo/a, creemos que nosotros seremos aquellos seres que les darán importantes lecciones en su vida, aún así, son ellos quienes nos dan las lecciones más importantes y más bellas, por tanto, debemos tener la humildad suficiente para reconocer que ellos también son nuestros maestros.
Aprendí que la admiración por un hijo es la más grande que existe. Esos “locos bajitos” pueden convertirse en auténticos héroes de carne y hueso, resguardando dentro de sí una gran valentía.
Aprendí que mi ego no puede ser más grande que mi corazón, y que mis fuerzas no son infinitas, por ello, mis manos siempre deben estar atentas a prestar y pedir ayudar cuando sea necesario.
Aprendí que la madurar no depende de la edad, no es una cuestión del avance del reloj biológico sino de la forma en la que aprendamos a tomar con responsabilidad y carácter los acontecimientos que nos presenta la vida.
Aprendí que hay hijos que no nacen de las entrañas, sino del corazón. Engendrar o concebir un párvulo no es sinónimo de “poder ejercer” el título de padre o madre. 
Aprendí el valor de la sabiduría y de la experiencia, cuyos ojos, tal como profería Khalil Gibran, han visto el rostro de los años y sus oídos han escuchado las voces de la vida.
Aprendí que la gratitud es la virtud más grande y más hermosa. Aprendí que debo agradecer a Dios por lo bueno y lo malo, porque todo me acerca a un conocimiento más profundo de lo que me rodea. Aprendí que soy inmensamente bendecida y mis quejas nunca deben tener cabida porque tengo un hijo maravilloso que llena de alegría mis días, un padre responsable para mi bebé, una familia incondicional e increíble y amigos que muchas veces hacen función de hermanos.
Aprendí que “ese loco bajito” que duerme su cuna mientras escribo este texto, es el motor de mi existencia, la luz de mis ojos y de mi casa. La sorpresa más perfecta que decidió anidarse en mi vientre y que se convirtió en el regalo más grande de Dios a mi vida.

“Como flechas en manos del guerrero valiente son los hijos habidos en la juventud” Salmo 127, 4